¿Qué debemos hacer? En el evangelio de este domingo, por tres veces seguidas, preguntan a Juan Bautista: ¿Qué haremos? Esta pregunta posee un evidente sentido moral: ¿Qué debemos hacer? Quienes preguntan pertenecen a diferentes grupos sociales: el pueblo, los publicanos, los soldados. Y Juan contesta a cada grupo con llamadas a la caridad, a la justicia, y a evitar cualquier extorsión al prójimo. Para entender esta pregunta que, a primera vista, parece surgir de la nada, sin contexto, conviene recordar que en los versos anteriores, Juan Bautista había pronunciado estas severas palabras: «Ya toca el hacha la raíz de los árboles y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego» (Lc 3,9). Se comprende, pues, que la gente, movida por la invectiva del profeta, le pregunte: ¿Qué debemos hacer? Al final del pasaje evangélico de hoy, otra imagen ayuda a comprender la predicación del profeta. Aludiendo a Cristo, como Mesías, dice que «en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga» (Lc 3,17). Es evidente que la cercanía de Cristo como Mesías es el motivo por el que Juan invita a la conversión con palabras propias del lenguaje profético y apocalíptico, bien conocidas por sus oyentes. Cuando, después de la Resurrección de Cristo, Pedro anuncie a los habitantes de Jerusalén el gran misterio que ha sucedido en Pentecostés, también les invita a convertirse, a tomar una decisión a favor de Cristo, que ha sido constituido Señor y Mesías. Y la gente, según el libro de los Hechos, conmovida y arrepentida de sus pecados, hacen la misma pregunta que los oyentes de Juan: ¿Qué debemos hacer? La respuesta de Pedro es clara: «Convertíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el Espíritu Santo». La conversión, cuando es verdadera, conlleva un cambio de vida, que implica obras de justicia y misericordia. Los conversos han experimentado que su vida, a punto de zozobrar, ha sido rescatada del peligro. Y, llevados por la intuición de la gracia, han encontrado la respuesta a la pregunta: ¿Qué hacemos? Cuando Carlos de Foucauld se convierte en una capilla de París, decide de inmediato consagrar su vida a Dios. Famosa es la conversión de san Agustín que, leyendo la Escritura, reconoce que su vida debe girar totalmente al haber hallado la verdad. Edith Stein, después de descubrir la verdad en los escritos de Santa Teresa de Jesús, que lee una noche en casa de su amiga, decide bautizarse y, para ello, compra un misal y un catecismo para conocer la fe cristiana y poder seguir sus ritos. Bastan estos ejemplos para entender que, cuando el hombre es tocado por la gracia de Dios, se pone en camino con el deseo de responder a la llamada recibida. Cuando hoy abrimos solemnemente la puerta del perdón de la catedral, inaugurando el Año Jubilar de la Misericordia, nos alegramos por la gracia que Dios nos ofrece: su perdón infinito. Quienes no hemos recibido la gracia de una conversión fulminante, tenemos la oportunidad de dejarnos convertir por la predicación de la Iglesia. Estamos acostumbrados a creer, y posiblemente hemos hecho paces con la rutina, olvidando el encuentro personal con Cristo. El Año Santo de la Misericordia nos concede la alegría de festejar el perdón de Dios, pero al mismo tiempo es una llamada a dejarnos aventar con el bieldo de Cristo para entrar un día como trigo de su granero. Acojamos entonces las graves palabras del profeta y, abiertos a la gracia, crucemos el umbral de la Puerta Santa para preguntar cara a cara a Dios : ¿Qué hacemos? + César FrancoObispo de Segovia