A medida que se acerca la Navidad, la Iglesia intensifica su llamada a la alegría. El cristianismo es Buena Noticia. Eso significa la palabra evangelio. El Papa Francisco dedicó su primera exhortación apostólica a la alegría del evangelio para que nunca nos dejemos vencer por la tristeza. En la liturgia del tercer domingo de Adviento, el apóstol Pablo nos insiste así: «Alegraos siempre en el Señor, os lo repito, alegraos» (Flp 4,4). Comentando esta carta del apóstol, un gran biblista alemán, H. Schlier, sintetizaba así su contenido: «Ser cristiano quiere decir alegría». ¿Por qué este empeño en vivir alegres? ¿Podemos vivir así cuando tanta gente padece hambrunas, guerras y odios ancestrales, y soporta una pobreza inhumana? ¿Es posible vivir la alegría en un escenario tan desolador? ¿No resulta en ocasiones la alegría una especia de bofetada a quienes no pueden sonreír ante su destino? Una vez más nos enfrentamos con el problema del mal en el mundo y las consecuencias de un pecado que no es sólo personal —el egoísmo de cada hombre— sino estructural, es decir, un pecado que conforma las mismas estructuras sociales. Frente a esta situación, que no es nueva, aunque sí más incomprensible dado el progreso técnico y científico, Juan Bautista exhorta a compartir con los demás, a no extorsionar a nadie, ni aprovecharse del poder para beneficio propio. Proclama la justicia del Mesías, que consiste en la compasión con los hombres, especialmente los pobres y marginados. Quien vive así, abre su corazón a la alegría. La alegría que trae Cristo, sin embargo, es de una naturaleza distinta de la meramente temporal. Es una alegría capaz de abrirse paso en las más densas oscuridades, que envuelven al hombre sin distinción de clase social y situación económica. Todo hombre padece la servidumbre del pecado y la amenaza certera de la muerte. Cristo vino, viene y vendrá a un mundo condenado a morir, como dice el libro de la Sabiduría. El pecado y la muerte entraron en el mundo, según afirma el Génesis, por la acción envidiosa del diablo, que no soportaba ver a nuestros primeros padres en el estado de amistad con Dios. La venida de Cristo en nuestra carne tiene que ver con esta situación radical del hombre que, sin la gracia de Dios, caminaría sin esperanza hacia la muerte. Cuando Jesús aparece predicando el evangelio, dice san Mateo que se cumple la profecía según la cual a quienes estaban postrados en tinieblas y sombras de muerte les brilló una gran luz. Cuando Jesús habla de redención, salvación, vida eterna y otras expresiones semejantes, se refiere a la novedad que él trae porque sólo él puede ofrecerla de manera gratuita y sobreabundante: ésta es la alegría que penetra hasta el fondo del sepulcro para iluminar la muerte y arrancarle su poder esclavizante. Con Cristo, a llegado el tiempo de la gracia y la salvación eterna. Por eso, la Iglesia nos invita a la alegría. Esta alegría es compatible con situaciones de sufrimiento, de dolor y de noches oscuras como han mostrado los santos místicos Juan de la Cruz, Teresa de Lisieux, Teresa de Calcuta, Maximiliano Kolbe, que han sabido aceptar sobre sí el sufrimiento humano y ofrecer a Dios su oscuridad con la certeza de que la vida humana está abocada a la luz y a la gloria. La Navidad nos desvela algo de este misterio cuando en su liturgia, y en sus villancicos, une la alegría de contar con Dios entre nosotros y la certeza de que ese Niño, naciendo en un pesebre, prepara su muerte en una cruz. Nos invita así, con un ejemplo más elocuente que cualquier discurso, a vivir la alegría de la salvación y trasmitirla a quienes viven aún bajo el temor de la muerte. + César Franco Obispo de Segovia.