El domingo de Ramos leemos solemnemente el relato de la Pasión. Es la mejor forma de introducirnos en la semana santa, que revive los últimos hechos de la vida de Cristo. Los evangelios nacieron precisamente con el relato de la pasión, por el impacto que produjo en los apóstoles. De ahí que la pasión y muerte del Señor se siga como una crónica diaria de los hechos esenciales: institución de la eucaristía, oración en el huerto, traición de Judas y prendimiento, negaciones de Pedro, juicio ante el Sanedrín y ante el procurador de Roma, escarnios y burlas de la soldadesca, camino de la cruz, crucifixión, muerte y sepultura. San Mateo introduce en varios momentos del relato la expresión «según las Escrituras» para mostrar que la pasión de Cristo no se debe al azar ni a simples circunstancias históricas. Todo ocurre de modo que se cumplen las Escrituras, es decir, las profecías inspiradas por Dios. Jesús no muere por una casualidad. Su muerte forma parte de lo que llamamos «plan de salvación». Dios está en el origen de su entrega a la muerte. Los actores del drama que se desarrolla ante nuestros ojos, y del que las procesiones son sólo un pálido reflejo, son actores secundarios, provistos sin duda de su propia libertad, pero no tienen en sus manos el destino de Cristo de modo absoluto. Así lo dice Jesús a quien, movido por la rabia, corta la oreja de un soldado cuando intentan prenderlo: «Envaina la espada; que todos los que empuñan espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría enseguida más de doce legiones de ángeles. ¿Cómo se cumplirían entonces las Escrituras que dice que todo esto tiene que pasar?» (Mt 26,52-55). En el centro del drama, la persona de Cristo se impone en su desnuda humanidad. Dicen los estudiosos que su divinidad se esconde para manifestar que se ha hecho uno de nosotros. Anonadado, escupido y convertido en un guiñapo. «He aquí al hombre», dice Pilato. Es el varón de dolores, anunciado por Isaías. Pero Pilato, un pagano sin escrúpulos, no pensaba en la profecía. No le interesaba la verdad. Cuando dice «he aquí al hombre», es el evangelista quien habla por él, con fina ironía, para revelarnos al Hombre por antonomasia: el que se entrega libre y amorosamente a la muerte por la humanidad. Es el Hombre nuevo del que hablará san Pablo. El Hombre que rehace a Adán, el hombre viejo, cuya calavera es representada al pie de de la cruz para indicar que el Nuevo ha venido a redimirlo. El evangelio de la pasión y muerte de Cristo es el relato del Hombre que se convierte en prototipo de todo lo humano porque en él se da muerte a todo lo que el hombre tiene de viejo: la sórdida amistad y traición de Judas, la arrogancia y cobardía de Pedro, la crueldad sin fin de los soldados, la envidia de los líderes religiosos, y, en último término, el pecado de todos nosotros, protagonistas y causantes de la pasión del Señor. Al dramatizar la lectura de la pasión, la liturgia quiere que nos sintamos actores del drama, no meros espectadores. San Pablo dirá: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Esta es la esencia del drama, que no deja indiferente a quien tenga una mínima conciencia de su pecado, es decir, necesidad de ser salvado y alcanzar la figura y la edad del Hombre Nuevo. El domingo de Ramos comienza con el triunfo agitado de las palmas. Dura sólo un instante. El justo para anunciar que el Mesías ha llegado. Este triunfo se troca en la condena a muerte de Cristo que, abandonado por los suyos y gustando la soledad de Dios, expira con un gran grito que desgarra el velo del templo, hace temblar la tierra y abrirse las tumbas anunciando ya la resurrección. + César Franco Obispo de Segovia