Vivimos tiempos en que el concepto de autoridad ha entrado en crisis. Los sociólogos dicen que las nuevas generaciones se sienten desvinculadas y desarraigadas. Quienes ostentan la autoridad -padres, maestros, tutores- reconocen las enormes dificultades para ejercerla sin que tal ejercicio sea interpretado como una invasión de la libertad personal. Se afirma que vivimos en una sociedad «sin padres ni maestros». El Papa Francisco ha dicho recientemente que «está teniendo lugar un conflicto generacional sin precedentes» que consiste en la ruptura con los valores de la tradición que impide mirar el futuro con esperanza. Cuando Jesús expulsa a los comerciantes y cambistas de monedas del templo de Jerusalén, las autoridades religiosas le preguntan sobre la «autoridad» para actuar así. No critican el hecho, pues era un gesto profético laudable, sino que le piden explicaciones sobre su autoridad para hacerlo, dado que sólo el Mesías podía realizar la purificación. Jesús responde con unas palabras enigmáticas: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Sus oponentes interpretaron literalmente estas palabras y se mofaron de él pues el templo había tardado cuarenta y seis años en construirse. Pero Jesús, como apostilla el evangelista, se refería al templo de su cuerpo, aludiendo claramente al misterio de su muerte y resurrección al tercer día. Por eso los apóstoles sólo entendieron esta enigmática respuesta de Cristo cuando resucitó de entre los muertos. Lo más interesante de esta escena, sin dejar de lado el hecho, es la cita de la Escritura que acompaña al gesto de Jesús. Dice el evangelio de Juan que, al purificar el templo, los discípulos se acordaron de que estaba escrito: «el celo de tu casa me devora». ¿Qué quieren decir estas palabras». Al purificar el templo, Jesús predispuso a sus enemigos para que acabaran por él: el acto de la purificación, signo de que Cristo venía a establecer un culto nuevo basado en el templo de su cuerpo, aceleró la sentencia de muerte. Este es el significado último de las palabras de la Escritura: Cristo ha sido devorado por haber mostrado el celo por la casa de Dios. Con otras palabras: la autoridad de Cristo reside precisamente en que por hacer el bien y santificar a los hombres ha sido entregado a la muerte, que era su destino. Si lo pensamos bien, Jesús viene a decir algo semejante a lo que afirma en la última cena: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». El Papa Francisco repite con frecuencia que hoy nos falta generosidad y celo para emprender con audacia la reforma de las instituciones de la Iglesia. Nos falta valentía para purificar tantas y tantas realidades que adormecen bajo la rutina, el desánimo y la falta de espíritu. Falta «autoridad», en el sentido más pleno del término, a saber, la potestad que nace del ser mismo de quien hace crecer a los que le son confiados. La Iglesia sólo se reforma con la autoridad de Cristo, que es su capacidad de amar y de dejarse devorar por el celo de salvar a los hombres. En realidad, la autoridad sólo puede ejercerse desde el amor, desde la entrega de sí hasta dar la vida. Por eso cuando Jesús tiene que dar la razón de su actuar se remite al hecho de su muerte y resurrección. Sólo quien es capaz de dar su vida por los que ama, puede permitirse la purificación del templo de Jerusalén y mostrar así que ha venido a establecer un nuevo camino en la relación del hombre con Dios. Es la autoridad del pastor que da la vida por sus ovejas, la del buen samaritano que desciende de su cabalgadura para sanar las heridas de quien yace herido, la del Mesías que purifica el templo con su propia sangre. + César Franco Obispo de Segovia