La parábola del hijo pródigo, que se proclama en este domingo de Cuaresma, termina con unas palabras del padre al hijo mayor que describen lo que ha sucedido a su hermano pequeño cuando retorna a casa después de malgastar su herencia de forma disoluta. «Hijo —dice el padre— era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,31-32). El paralelismo literario que concluye el relato da la clave de la enseñanza de Jesús: el alejamiento de la casa del padre es muerte y pérdida; el retorno es revivir y ser hallado de nuevo para el padre. No se puede decir mejor ni más sintéticamente el significado de la conversión cuaresmal cuando uno retorna al hogar paterno. Sucede hoy que la nula conciencia del pecado impide al hombre en general, y muchas veces al cristiano, entender que el pecado sea muerte y pérdida de la condición de hijo; y, por consecuencia, que la gracia del retorno nos hace revivir y aceptar que nos habíamos perdido. Vivimos en la cultura del «buenismo» que ha desalojado cualquier atisbo de que el hombre, en su condición natural, puede pecar, es decir, oponerse a Dios y hacer el mal. Siempre hay excusa para todo con tal de no culpar al hombre de pecado. El concepto de pecado ha desaparecido del lenguaje cotidiano. Se habla de fallos, errores, comportamientos inadecuados, etc. Pensar además que el pecado acarrea la muerte, como dice san Pablo, es algo obsoleto. En realidad, hoy se respira una concepción semejante a la que defendía Rousseau, para quien el hombre nace bueno y la sociedad le corrompe, como si el hombre naciera sin pautas innatas del comportamiento moral. Difícilmente podrá convertirse quien excluya a priori la posibilidad de pecar. Justificará su comportamiento sin apelar a la conciencia moral, que, por sí misma, nos remite a Dios. Como mucho, el hombre acepta que puede hacer mal a sus semejantes, si es que tiene un grado de empatía para conectar con ellos. Vemos, sin embargo, casos —sin tener que recurrir al ámbito de las patologías— en que cuesta reconocer la culpa y, por tanto, la necesidad de expiarla. Si nos adentramos en el ámbito de Dios, como hace Jesús en su parábola, todavía es más difícil reconocer que el pecado es ofensa contra Dios. De hecho, nos hemos acostumbrado a pensar en un Dios tan alejado de la vida de los hombres que hagan lo que hagan estos, sus acciones no afectan para nada a Dios. No es así, sin embargo, la imagen de Dios que nos trasmite Jesús. El padre de la parábola no es indiferente al comportamiento de su hijo. El relato de san Lucas nos permite imaginar que cada día el padre otea el horizonte con la esperanza de ver retornar a su hijo. Sentado a la puerta de casa, con sus ojos cansados por la vejez y la luz del día, el padre espera sin desmayo, confía en la conciencia de su hijo, sabe que en su corazón hay brasas del hogar paterno. Y cuando lo atisba desde lejos, «su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos» (Lc 15,20), sin darle tiempo a que hiciera la confesión de su culpa. Este padre es el Dios revelado por Jesús. Y el hijo pródigo es el pecador que retorna a la vida y salvado de su perdición. Previamente ha recapacitado, ha considerado su estado de esclavitud al pecado —con la imagen de cuidar cerdos— y ha recuperado su condición de hijo, aunque no se considera digno de que le traten como tal. Pero prefiere estar en casa como siervo a vivir sin hogar como esclavo. No es tan malo entonces confesarse pecador si el gozo supera el engaño y la muerte que proporciona el pecado.