Ungidos por Dios Siempre ha llamado la atención que Jesús quisiera bautizarse en el Jordán uniéndose a los pecadores que acudían a escuchar al Bautista y hacer penitencia. Sumergirse en las aguas del río representaba un lavatorio mediante el cual se renunciaba a los pecados para llevar una vida nueva. Si Jesús no tenía pecado, ¿por qué quiso asemejarse a los pecadores y aparecer como uno de tantos? No extraña, pues, que el Bautista se negara a bautizarlo con este argumento: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?». Jesús le responde con una frase enigmática que ha suscitado mucho debate entre los estudiosos: «Déjalo ahora, conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3,14-15). ¿A qué justicia se refiere Jesús? La palabra justicia, término clave en el evangelio de Mateo, hace referencia al cumplimiento de la voluntad de Dios, que hace al hombre justo y perfecto. Jesús no quiere entrar en el debate que le propone el Bautista sobre quién de los dos necesita ser bautizado, sino que afirma la norma de conducta que regirá toda su vida: cumplir la voluntad del Padre, agradarle en todo. Surge entonces otra pregunta: ¿Por qué el bautismo de Jesús agradaba a Dios si mostraba a su Hijo como un pecador más que hacía penitencia? Precisamente por eso: Jesús se humilla, se somete a un rito de purificación, se une a los hombres pecadores para indicar que su misión consistirá en estar con ellos y ofrecerles la salvación. Sabemos que Jesús, en su muerte, es contado entre malhechores. Y durante su vida pública, algunos le acusaron de comer y beber con pecadores. Al someterse al bautismo de Juan, Jesús revela simbólicamente que asume sobre sí los pecados de los hombres a quienes viene a redimir. Esta es la justicia que desea realizar: siendo santo, se humilla y cumple la voluntad de Dios. En este sentido, el bautismo anuncia su muerte ofrecida como expiación de los pecados. A este gesto de Jesús, el Padre responde con una afirmación sobre Jesús que explica el significado de su bautismo. El texto de Marcos, que leemos hoy, dice que, al salir del agua, Jesús vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajando sobre él en forma de paloma. Y se oyó una voz: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». Esta afirmación dirigida directamente al «tú» de Jesús disipa toda duda sobre su santidad y misión. Tiene todo el aspecto de una proclamación, de una investidura del hombre Jesús que recibe el Espíritu sobre su propia carne para poder realizar el plan del Padre. Mezclado con pecadores, ha venido a salvarlos; confundido entre los malhechores, viene a hacerlos justos. Como dice momentos antes el Bautista, Jesús es el más fuerte que viene a bautizar, no con agua, sino con Espíritu Santo, el mismo Espíritu que él recibe en el bautismo. Por eso, cuando Pedro explique a los paganos quién es Jesús, lo definirá como «el Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Podemos decir que para realizar la justicia de Dios, su Hijo ha querido humillarse hasta ser tenido por un pecador y, desde esta proximidad con los pecadores, liberarlos con el bautismo del Espíritu que restaura la santidad perdida. Tomando nuestra carne, ha hecho posible que el Espíritu, que él recibió del Padre en el Jordán cuando le ratificó como Hijo, pueda pasar a todos los que somos bautizados en él. ¡Cómo cambiaría nuestra vida si fuéramos conscientes de nuestro bautismo y entendiéramos que también a nosotros Dios nos llama hijos y nos envía al mundo para liberar a cuantos viven oprimidos por el mal! Exactamente como Cristo, ungidos por Él. + César Franco Obispo de Segovia.