Hay una palabra que define la misión de Cristo entre los hombres: compasión. Para ser exactos, los evangelistas utilizan un verbo griego que, traducido literalmente, significa «estremecerse las entrañas». Así lo dice el evangelio de este domingo cuando Jesús, al contemplar la multitud que le seguía para escucharle, «se le estremecieron las entrañas y curó a mucha gente» (Mt 14,14). Esta compasión de Jesús es la misma que define al padre del hijo pródigo, cuando ve que retorna a casa; y la del buen samaritano que encuentra al herido junto al camino por donde pasa. Podríamos decir que la compasión es lo que el hombre experimenta cuando sus entrañas se estremecen ante el sufrimiento ajeno. Movido a compasión, se hace solidario con su dolor y se compromete a aliviarlo. En el evangelio de este domingo, después de curar a la gente, Jesús realiza otro gesto de compasión. Al advertir que el día se ha echado encima y que están en despoblado, Jesús pide a sus discípulos que den de comer a la gente. Pero ellos le replican que sólo tienen cinco panes y dos peces. Jesús, entonces, ordena que se los traigan, manda que la gente se recosté en la hierba, bendice los panes y los peces y comienza a repartirlos entre sus discípulos para que estos se los hagan llegar a la gente. Sus manos se convirtieron en una fuente inagotable de alimento. Comieron hasta saciarse unos cinco mil hombres sin contar mujeres y niños y hasta recogieron doce cestos de sobras. Para entender este gesto de Jesús, conviene recordar que el profeta Isaías, al anunciar la llegada de los tiempos mesiánicos, como narra la primera lectura de hoy, invitaba a sedientos y hambrientos a comprar trigo y comer sin pagar vino y leche de balde. La llegada del Mesías se presentaba como tiempos de abundancia, en los que hasta los pobres se saciarían sin necesidad de tener que pagar nada. Todo sería gratis. La misericordia de Dios lo suplía todo. Hasta el punto de que, al final de los tiempos, la imagen que utiliza el profeta es la de un gran banquete en la cima de un monte santo donde todas las ansias de la humanidad —el hambre y la sed son puras metáforas— quedarían saciadas. Dios colmaría de felicidad a cada hombre. Es evidente que el milagro de la multiplicación de los panes y peces, signo de la compasión de Jesús, debe leerse con el telón de fondo de estas profecías que anuncian la llegada del Mesías. Y no porque Jesucristo haya venido a solucionar los problemas económicos del mundo, sino porque sólo él, en razón de su ser y de su misión, es capaz de saciar al hombre con bienes que superan los materiales. Por ello, cuando Jesús se da cuenta de que la gente le busca porque les ha dado de comer y desean hacerle rey, huye a la soledad del monte para dedicarse a la oración. La Iglesia, continuadora de la misión de Cristo, no ha sido instituida para solucionar los problemas sociales y económicas de la humanidad. Pero no pasa indiferente ante tales problemas. Se estremece, como Jesús, ante el dolor del mundo y, como fruto de su compasión, tiende la mano con sus muchas o pocas posibilidades para aliviar el hambre, la pobreza, la necesidad de los más pobres. En ocasiones da la impresión de que hace milagros con lo poco que tiene. Y hay que reconocer que algo de verdad hay en esto, pues la providencia del Señor nunca falta. Pero el milagro cotidiano que acontece en la Iglesia es el de trasformar nuestro raquítico egoísmo en la compasión misma de Cristo que se hace presente en los cristianos que le abren la puerta para que él pueda seguir actuando con su infinita caridad. Se entiende así que la compasión atraiga los hombres a Cristo y a la casa común de todos que es la Iglesia. + César FrancoObispo de Segovia