La vocación de los primeros discípulos de Jesús en el Evangelio de Juan, que leemos este domingo, ha sido comparada con el fuego del anuncio que prende rápidamente, con el alud de nieve que arrastra más nieve y con el corredor que pasa el testigo al siguiente. Da la impresión de estar ante un movimiento que no cesa. Todo empieza con una indicación del Bautista, que, viendo a Jesús pasar, lo señala y dice: «He ahí el cordero de Dios». Inmediatamente, Andrés y Juan comienzan a seguir a Jesús quien les invita a ver donde vive. Andrés se lo comunica a Simón y lo conduce a Jesús. Después, Jesús llama a Felipe y éste se lo dice a su amigo Natanael, de modo que en breve tiempo se ha formado el primer grupo de los Doce. La Iglesia ha comenzado a existir convocada por Jesús, que parece tener prisa en constituirla. Para ello, viaja desde Judea a Galilea, tierra de Andrés y Pedro, donde conoce a Felipe y Natanael. Todo produce la impresión de que se trata de un plan previsto. Y así fue. A Simón le cambia el nombre y a Natanael le revela que le conoce de tiempo atrás, cuando estaba debajo de la higuera. Este movimiento hacia Cristo no ha cesado desde entonces. La fe se transmite de persona a persona, como dice el Papa Francisco. Basta que uno se atreva a señalar a Cristo para que provoque en alguien el deseo de conocerlo, como ocurrió con los dos primeros discípulos, que le preguntaron: «Maestro, ¿dónde vives?». Para que esto suceda, es preciso que, como en el caso del Bautista, sepa bien quién es Jesús. Dice J. Pieper que para que haya alguien que crea tiene que haber alguien que sepa. ¿Tenemos hoy esta clase de testigos? ¿Sabemos realmente quién es Jesús para poder encaminar hacia él a otras personas? El conocimiento de Cristo viene, como es obvio, de la experiencia del trato con él. El Papa Francisco ha insistido mucho en el acompañamiento de quienes son evangelizados. Para ello se requiere experiencia de Cristo y de la salvación que ofrece. Exige también formación en la fe para poder dar razón de lo que se cree. Es preciso reconocer que andamos muy escasos de cristianos capaces de realizar esta misión. ¿Cómo voy a entender si nadie me guía?, replica el ministro de la reina de Etiopía a Felipe cuando éste le pregunta si entiende la Escritura santa que iba leyendo. Fue necesario que Felipe se detuviera a explicárselo. La evangelización tiene una dinámica muy simple: señalar a Jesús, decir quién es y acompañar a los que se adhieren a él o buscan conocerlo. Es el fuego del anuncio que prende en el corazón del hombre y necesita que alguien avive la llama. Jesús mismo utilizó esta imagen cuando presentó su misión: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!» (Lc 12,49). Desde Pentecostés, el fuego del Espíritu no cesa de expandirse por su propio dinamismo. Pero es preciso que alguien porte la llama y comunique a otros su propia experiencia de creyente. Aunque Dios puede obrar directamente en el corazón de los hombres el milagro de la fe, el camino ordinario es la evangelización directa y personal. Cuando Pedro y Juan son llevados al tribunal del Sanedrín y reciben la prohibición de anunciar el nombre de Jesús, responden: «Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). Ser testigos de lo acontecido es la base de la evangelización y la clave de la expansión del cristianismo en los primeros momentos de su historia. Hoy, en el tercer milenio de la Iglesia, no hallaremos mejor síntesis de la misión de los cristianos que estas palabras de dos testigos cualificados: contar lo que hemos visto y oído con la convicción de ser testigos de la verdad. + César FrancoObispo de Segovia