A comienzos de enero el Papa Francisco convocó al cuerpo diplomático ante la Santa Sede y le dirigió un discurso que figura entre los más importantes del año. Esta vez trató de la pandemia, las migraciones, los conflictos sociales en algunos países y el cuidado de la casa común. Insistió también en el diálogo y la fraternidad como medios para superar crisis actuales (Siria, Yemen, Palestina e Israel, Myanmar) y exhortó a evitar el recurso a las armas. Recordando su mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, subrayó, además, la necesidad de fomentar una cultura del dialogo y la fraternidad por medio de la educación y el trabajo, que son derechos fundamentales de la persona y, al mismo tiempo, ámbitos que necesitan constante protección y vigilancia para que sean cauces de verdadera humanización. En este contexto, el Papa se refirió a dos problemas que le preocupan de manera especial porque afectan a una antropología digna del hombre. Aludiendo a las diversas visiones que las organizaciones internacionales tienen sobre el hombre y sus problemas, y a las divisiones que engendran, el Papa ha insistido en lo que él llama «colonización ideológica», nacida del intento de instaurar un pensamiento único, «que no deja espacio a la libertad de expresión y que hoy asume cada vez más la forma de esa cultura de la cancelación, que invade muchos ámbitos e instituciones públicas». Sabemos bien que la libertad de expresión es un derecho de la persona para manifestar sus opiniones sobre los problemas del hombre y de la sociedad aunque discrepen de lo políticamente correcto o establecido desde los ámbito del poder o de la cultura dominante. El intento de «colonizar» el pensamiento de los pueblos es propio de regímenes totalitarios y dictatoriales que, al amparo de grupos mayoritarios o de consensos políticos, se arrogan el derecho de manipular a la sociedad. En este sentido, dice el Papa, que «se está elaborando un pensamiento único —peligroso— obligado a renegar la historia o, peor aún, a reescribirla en base a categorías contemporáneas, mientras que toda situación histórica debe interpretarse según la hermenéutica de la época, no según la hermenéutica de hoy». En una sociedad que valora la diversidad y la diferencia, sólo un auténtico diálogo puede ayudar a encontrar soluciones comunes para el bien de todos respetando siempre la dignidad de la persona y sus derechos inalienables. Para el Papa Francisco, «el diálogo es el camino más adecuado para llegar a reconocer aquello que debe ser siempre afirmado y respetado, y que está más allá del consenso circunstancial». El Papa se refiere a los «valores permanentes», que, aunque no siempre es fácil reconocerlos, su aceptación «otorga solidez y estabilidad a una ética social. Aun cuando los hayamos reconocido y asumido gracias al diálogo y al consenso, vemos que esos valores básicos están más allá de todo consenso. Deseo destacar especialmente el derecho a la vida, desde la concepción hasta su fin natural, y el derecho a la libertad religiosa». En realidad, el Papa viene a recordar que en la naturaleza de la persona existe un pauta de comportamiento ético que es preciso descubrir porque ahí —y solo ahí— se halla el fundamento de los derechos. Lo que llamamos ley natural, inscrita en el hombre por el hecho serlo, es previo a todo consenso cultural y político, especialmente en aquellas cuestiones que afectan a la naturaleza misma del ser humano y a su desarrollo integral como persona. Conviene recordar, como hace el Papa, estas verdades elementales que están en el debate actual y que, con frecuencia, se olvidan por quienes quieren establecer su propia ética o forma de vivir.