La vocación de los primeros discípulos de Jesús en el Evangelio de Juan, que leemos este domingo, ha sido comparada con el fuego del anuncio que prende rápidamente, con el alud de nieve que arrastra más nieve y con el corredor que pasa el testigo al siguiente. Da la impresión de estar ante un movimiento que no cesa. Todo empieza con una indicación del Bautista, que, viendo a Jesús pasar, lo señala y dice: «He ahí el cordero de Dios». Inmediatamente, Andrés y Juan comienzan a seguir a Jesús quien les invita a ver donde vive. Andrés se lo comunica a Simón y lo conduce a Jesús. Después, Jesús llama a Felipe y éste se lo dice a su amigo Natanael, de modo que en breve tiempo se ha formado el primer grupo de los Doce. La Iglesia ha comenzado a existir convocada por Jesús, que parece tener prisa en constituirla. Para ello, viaja desde Judea a Galilea, tierra de Andrés y Pedro, donde conoce a Felipe y Natanael. Todo produce la impresión

El tiempo de Navidad se cierra con la fiesta del Bautismo del Señor. Hay que advertir, sin embargo, que desde la Navidad hasta el bautismo han pasado al menos treinta años. Estamos, pues, muy alegados en el espacio y en el tiempo de los misterios de Navidad y puede extrañar que el bautismo de Jesús sea celebrado como colofón de sus misterios. La liturgia tiene, sin embargo, una lógica perfecta. Navidad, Epifanía y el Bautismo componen un conjunto que podría agruparse bajo el concepto de manifestación de Dios. Dios ha roto su silencio —aunque desde la creación nunca ha dejado de hablar— para revelarse de modo definitivo en su Hijo: primero naciendo en nuestra carne, después revelándose a los pueblos paganos en la persona de los magos y, finalmente, hablando él mismo desde el Cielo para decir quién es ese Jesús que acaba de ser bautizado: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». En el bautismo de Jesús, por consiguiente, no

Al comenzar un nuevo año todos nos felicitamos avivando la esperanza ante el tiempo que se nos ofrece como posibilidad de ser felices o, al menos, más felices de lo que fuimos en el año que expira. Este deseo de plenitud que el hombre abriga en su corazón solo es posible si acepta como condición que el tiempo no le pertenece. El hombre es un «ser en el tiempo», mas no es «señor del tiempo». El tiempo es siempre una incógnita que se desvela mientras suceden las estaciones, los años, los meses y los días. Si acaso, como dice el Papa Francisco, somos dueños del momento presente, porque determinamos lo que queremos hacer y programamos nuestra agenda, aunque también sabemos la facilidad con que, inevitablemente, se desprograma. Cuentan las circunstancias.

El hombre tiene, además, experiencia de que el

La fiesta de la Sagrada Familia nos introduce en el portal de Belén para adorar el misterio del Dios encarnado en el seno de una familia. Esta familia es sin duda misteriosa por varios motivos: Dios toma carne en el seno de una virgen que permanecerá por siempre en la integridad virginal; José es llamado por Dios para cuidar de la familia e introducir a Jesús en la casas de David de donde nacerá el Mesías; por último, el niño recién nacido es el Hijo eterno de Dios, que, sin perder su condición divina, asume plenamente la condición humana menos en el pecado. Es una familia pobre, humilde, obediente a Dios y, sobre todo, sagrada. Sufrirá persecución, emigración y destierro, y, a la vuelta de Egipto, volverá al pueblecito de María, Nazaret, donde Jesús será conocido como el profeta Nazareno.

Toda familia es sagrada, pues tiene su origen en Dios, autor y señor de la vida. Desde el inicio mismo de la

Jesús posee dos títulos que revelan su identidad: Hijo de Dios e Hijo de David. Hijo de Dios se remonta a la eternidad. El Hijo existe desde siempre. Hijo de David se refiere a la dinastía de la que, según los profetas, nacería el Mesías, que reinaría para siempre como pastor de su pueblo. Las dos perspectivas, la eterna y la histórica, se cruzan en la persona de Jesús, tal como el ángel dice a María en el Evangelio que se proclama en este último domingo de Adviento. Por una parte, le comunica que «el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios»; y, por otra, le habla de su dignidad regia: «El Señor le dará el trono de David, su padre […] y su reino no tendrá fin». Estas últimas expresiones pueden confundir al lector porque Jesús no se ha sentado en el trono de David. El hecho de que al rey David se le prometiera un descendiente que reinaría para siempre suscitó la expectativa de que el Mesías fuera un nuevo David. Así se

Ante la inminencia de la Navidad, el tercer domingo de Adviento nos invita a la alegría, a la oración y a la acción de gracias. Esta es la voluntad de Dios —dice san Pablo— para nosotros. No puede ser más actual.
La alegría es la nota característica del cristiano, que se reconoce salvado en medio de sus pruebas de la vida. Es la alegría de la presencia del Salvador en la escena del mundo. No es una alegría barata, festivalera y efímera de lo que dura una noche de fiesta. Es la alegría eterna de Dios que quiere compartirla con nosotros para no dejarnos solos en el drama de vivir. Es la alegría de los hombres de buena voluntad que reconocen en el Niño de Belén al Dios escondido. Es la alegría del desierto que se convierte en un jardín. Así lo dice Isaías: «Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha puesto un traje de salvación, y me ha envuelto con un manto de justicia, como novio que se pone la

Con motivo de la pandemia, la Iglesia no pudo celebrar el 19 de marzo el Día del Seminario. Se trasladó al 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción. Todo quedó en casa, porque del patriarca de la Iglesia universal pasó a manos de María, Madre de la Iglesia. El seminario no puede estar en mejores manos ni bajo mejores protectores. María y José dedicaron su vida a criar, educar y proteger al Hijo de Dios. Es natural que la Iglesia les confíe también la tarea de cuidar y educar a quienes un día recibirán el carisma de representar a Jesús, sacerdote eterno.

¿Es posible representar a Jesús? ¿No es una pretensión inalcanzable? Naturalmente que es posible, pero no por invento de la teología ni por decreto de la mal llamada Iglesia-institución, sino por voluntad expresa y directa de Jesucristo. Él eligió de entre todos sus discípulos a Doce, a quienes constituyó apóstoles, es decir, enviados.

Al comenzar un nuevo año litúrgico, la Iglesia acrecienta la esperanza. Adviento es esperanza. No es una esperanza basada en bienes temporales, ni en economías potentes ni en paraísos terrenos de ideologías materialistas para mentes ingenuas y crédulas. La esperanza del Adviento trasciende el espacio y el tiempo y nos enseña a mirar más allá de la muerte. Al decir que trasciende el espacio y el tiempo no afirmo que se olvide de estas categorías humanas que conforman la encrucijada de nuestra vida. Quiero decir que no se reduce a ellas. Vana sería entonces la esperanza si, superados los límites del espacio y del tiempo, nos halláramos en la nada. La esperanza del Adviento se realiza ya aquí, en el drama de la historia y de nuestra vida personal. Es esperanza para vivir aquí con la certeza de vivir más allá de la muerte. Porque este es el anhelo del hombre: vivir para siempre. Y Dios, creador del hombre, no defrauda.

El año litúrgico termina con la solemnidad de Cristo Rey. Es una forma hermosa de concluir el año contemplando a Cristo en su venida al fin de los tiempos para realizar el juicio sobre la verdad. En el Evangelio de hoy, Jesús no pregunta a las naciones si han creído en él, sino si han vivido la caridad, es decir la verdad que se hace activa. Porque la primera exigencia moral del hombre es vivir en la verdad, la que, como decía san Agustín, «habita en el hombre interior». El que vive en la verdad, sin engañarse a sí mismo, tarde o temprano encuentra a Dios, que es al mismo tiempo verdad y amor.

Cuando Poncio Pilato pregunta a Jesús si él es rey, Jesús lo confirma claramente. Pero, para evitar malentendidos, explica su realeza en estos términos: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 19,37). Jesús es

Entre los tópicos más extendidos sobre la religión está el de ser «opio del pueblo». El opio adormece, inhibe las fuerzas y priva al hombre de su responsabilidad en la vida. Pensando en el más allá —continúa el tópico— uno se desentiende del más acá, cruza los brazos y pasa la vida vegetando. La ignorancia que supone este tópico (por no hablar de intencionalidad malévola) es ciertamente culpable. Porque quien se haya acercado sin prejuicios a las religiones para conocerlas en su objetividad, habrá descubierto que nada les es más ajeno que la responsabilidad de vivir empleando al máximo nuestros talentos. Y si esto no se da, no puede hablarse de religión en sentido propio.

En cuanto al cristianismo, la parábola de los talentos es lo más opuesto a desentenderse de este mundo, que Dios ha puesto en manos del hombre para llevarlo a su plenitud. En esta conocida parábola, el dueño de los talentos